Entrad, señor, comprad patria y terreno,
habitaciones, bendiciones, ostras,
todo se vende aquí donde llegasteis.
No hay torre que no caiga en vuestra pólvora,
no hay red que no reserve su tesoro.
Como somos tan “libres” como el viento,
podéis comprar el viento, la cascada,
y en la desarrollada celulosa
ordenar las impuras opiniones,
o recoger amor sin albedrío,
destronado en el lino mercenario.
El oro se cambió de ropa usando
formas de trapo, de papel raído,
fríos hilos de lámina invisible, cinturones de dedos enroscados.
A la doncella en su nuevo castillo
llevó el padre de abierta dentadura
el plato de billetes
que devoró la bella disputándolo
en el suelo a golpes de sonrisa.
Al obispo subió la investidura
de los siglos del oro, abrió la puerta
de los jueces, mantuvo las alfombras,
hizo temblar la noche en los burdeles,
corrió con los cabellos en el viento.
(Yo he vivido la edad en que reinaba.
He visto consumida la podredumbre,
pirámides de estiércol abrumadas
por el honor: llevados y traídos
césares de la lluvia purulenta,
convencidos del peso que ponían
en las balanzas, rígidos
muñecos de la muerte, calcinados
por su ceniza dura y devorante.
Pablo Neruda
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